Cuando la diversidad se pone como excusa: relativismo cultural e identidades subalternas
Hoy, en plena posmodernidad, el discurso de la diversidad llena los
centros culturales, las industrias culturales, el turismo cultural, la
economía de la cultura, la cultura de empresa y todo aquello, en
resumen, a lo que pueda endosársele -con mayor o menor esfuerzo- la
palabra “cultura”, extendiéndose a campos
como la publicidad y la mercadotecnia. Los discursos basados en la
diversidad son ciertamente necesarios y van levantando los pilares de
una sociedad que debe ser construida de forma conjunta, con la
participación de todos y no de aquellos que se atribuyen su titularidad
exclusiva basándose en un mito fundacional, una herencia, una esencia
puesta sobre la mesa con fines excluyentes. La sociedad, en efecto, no
deja jamás de construirse, y conlleva la búsqueda de legitimidad por
parte de sectores invisibilizados e identidades ninguneadas, de alguna
manera, de la cuota de participación que les corresponde. La
posmodernidad, caracterizada por la ausencia y rechazo de verdades, de
grandes relatos, desarrolla como nunca antes el relativismo cultural, y
la diversidad se erige como bandera de las más múltiples –y
contradictorias– posiciones: desde las identidades subalternas, por
necesidad de ser reconocidas y contar con una voz propia que consiga
hacerse presente, hasta el mercado, por la conveniencia de buscar nuevos
nichos ofreciendo identidades a la carta basadas en una falsa
diversidad que resulta, paradójicamente, homogeneizante.
Franz
Boas, salvo prueba en contrario, fue el primero en hablar de culturas,
en plural, con lo que ello implicó: rechazo del evolucionismo y de una
ley universal que enmarcara y sistematizara el espíritu humano.
Comprender una cultura demanda una comprensión profunda de la sociedad
de la que es fruto para no caer en juicios a partir de ideas
preconcebidas. Por otra parte, los funcionalistas nos hicieron ver los
elementos culturales de una sociedad como mecanismos para garantizar el
orden social, esto es, la continuidad de la sociedad tal y como se
hallaba constituida. Es imposible, por lo tanto, disociar cultura de
poder. De hecho, hablar de “nuestra cultura” implica siempre un proceso
de construcción inequitativo y desigual: para llegar a la idea de
“nuestra cultura”, ha habido que resaltar previamente ciertas
características, ocultar otras borrando sus huellas y su memoria,
delimitando así el “nosotros” -tarea que conlleva la de expulsar al
“ellos”. Quien construye, lo sabemos, es quien tiene las herramientas
para ello. El concepto que tenemos de nuestra cultura está, por ello,
muy vinculado al de la clase hegemónica, tal como la concibió Gramsci.
Defender la diversidad es, por ello, un primer paso para la lucha contra
estas concepciones unilaterales.
Ahora bien: la defensa del
relativismo cultural en este auge del discurso de la diversidad tiene
sus límites. Estamos acostumbrados a escuchar ataques a la
multiculturalidad desde posiciones que defienden a capa y espada la
particularidad nacional o la tradición frente a la influencia cultural
de la inmigración. Y es frecuente encontrarnos con narrativas mediáticas
que toman elementos dispersos de diferentes culturas para ridiculizar,
simplificar, condenar y, en cualquier caso, condicionar la visión del
espectador sobre pueblos, costumbres, creencias y modos de vida
diferentes, y nunca para ayudar a comprender. Esto provoca que todo
cuestionamiento del relativismo cultural sea visto como algo retrógrado,
conservador, etnocéntrico. Las respuestas habituales al porqué de
costumbres, modos de vida y de relacionarse caen a menudo en tautologías
del tipo “allá es así”, “es su cultura”, “es que ellos son de esa
manera”, “es su forma de ver las cosas”… Implica que “nosotros” no
podemos meternos, no somos quién para juzgar ni cuestionar. Estamos así
desconociendo algo fundamental: no hay creencia ni modo de vida sin una
realidad material. No existe producción cultural en un hipotético vacío
social. Este tipo de respuestas implica una despreocupación absoluta por
comprender al otro de manera integral, esto es, inserto en su realidad
de forma que, por más que se adopte el tono más condescendiente posible,
hay algo que el discurso de la diversidad no implica per se, y es una
defensa de la multiculturalidad. No somos multiculturales por no juzgar
al otro. No comprender al otro es no integrarlo ni pensar en él: es
ignorarlo. Es hacer apología de la diferencia pero jamás de la
convivencia. Me parece bien, parecen decir sus defensores, que ellos
hagan lo que quieran. Bien mientras a nosotros no nos afecte, por
supuesto. Y mejor si la pluralidad de identidades permite multiplicar la
oferta de bienes y servicios que se pueden poner en circulación con
expectativas mercantiles. Por eso la “defensa de la diversidad”, así,
sin más, me da miedo.
También existen, es cierto,
cuestionamientos al relativismo cultural que tienen por argumento de
fondo la defensa de los derechos humanos ante atropellos de otras
culturas, algo que juzgamos incompleto por dos razones íntimamente
relacionadas. La primera es que se tiende a considerar los derechos
humanos como conquistas occidentales en defensa de ciertos elementos
fundamentales que vendrían al definir al Hombre según esa visión
etnocéntrica, empleando por lo general argumentos que emanan de la
cultura occidental; la segunda, que tiene la inclinación de focalizar la
violación de los derechos humanos como lo característico de otras
culturas, las no occidentales.
Un establecimiento de límites al
relativismo, entonces, debería establecerse en relación con los
conceptos de clase hegemónica y subalterna, de identidades oprimidas,
conociendo en su integridad el contexto socio-histórico en el que se
produce y reproduce una cultura, algo que implica considerar la función
de las diversas instituciones culturales en el marco de las relaciones
de poder. Y es algo menos frecuente, a la hora de pensar el relativismo
cultural, ponerle límites desde esta perspectiva: fijar un mínimo común
denominador que vaya más allá del discurso a menudo incompleto de los
derechos humanos.
El uso del chador y del burka por parte de
las mujeres musulmanas es quizá el ejemplo más difundido. Considerados
señas de identidad nacional y religiosa frente a la occidentalización,
el debate sobre su uso en los países occidentales se da entre quienes
defienden una libertad religiosa -que implicaría su uso- y quienes
defienden un estado laico o quienes defienden el derecho de la mujer.
Conflicto de derechos, todos ellos fundamentales; conflicto agravado
porque quienes dicen que los derechos de la mujer musulmana se ven
vulnerados son occidentales. Callejón sin salida, por lo tanto, mientras
la condición subalterna de la mujer no sea el eje central del debate:
la clave está en la relación entre hegemonía y subalternidad. Permitir
estas prácticas es sinónimo de ignorar al otro, de coexistir gracias a
la completa indiferencia y de, por lo tanto, consentir la perpetuación
de un sistema cultural que es, en verdad, el soporte ideológico
necesario para un orden social basado en la explotación y la
discriminación. La multiculturalidad, como práctica de intercambios
constantes entre comunidades que comparten un espacio y dan diferentes
sentidos a la vida, implica respetar las costumbres ajenas pero sobre
todo. Como dijera Alain Touraine, fomentar el diálogo entre ellas,
provocando cambios recíprocos en una evolución conjunta. Respetar no es
ignorar, y menos aún dejar a su suerte a clases o grupos subalternos. La
única práctica cultural existente, en casos como el anterior, no es
susceptible de ser respetada: se trata de la explotación de las mujeres
por los hombres, de los débiles por los más fuertes, de los pobres por
los ricos; una práctica que, por naturalizada, pasa a ser parte de una
cultura. Pero podemos encontrar ejemplos sin necesidad de ir tan lejos
que nos permiten, además, redondear el concepto: las culturas populares
en Argentina. El mero hecho de tratarse de prácticas y creencias de
clases subalternas no impide que algunas de ellas, al mismo tiempo,
generen relaciones de poder en el seno de la comunidad en las que se
construyen. El pombero, propio de la cultura guaraní, ser antropomorfo,
sigiloso, con propiedades mágicas, capaz de metamorfosearse en otros
animales, es un elemento que, mediante el miedo, garantiza una
disciplina. Disciplina que conlleva ofrendas para mantener contento al
pombero pero, sobre todo, para mantener vivo su mito y su presencia; y
sobre todo, conlleva el sometimiento de la mujer: adentrarse sola en la
selva –esto es, sin la presencia de un hombre- puede implicar secuestros
y embarazos. Al mismo tiempo, permite limpiar la imagen del hombre en
casos de embarazos de las mujeres que quedan bajo su órbita familiar,
embarazos fuera de las relaciones formales, atribuyendo la paternidad a
este ser mitológico. El pombero, por lo tanto, no es sólo una creencia
popular y, por lo tanto digna de salvaguardarse, respetarse y
promoverse, sino un instrumento que permite la estabilidad social de
acuerdo con una estructura de poder que se pretende perpetuar, en este
caso -como en tantos otros-, basada en el sometimiento de la mujer.
Es consecuencia inmediata de las hibridaciones culturales, de los
flujos migratorios y de los intentos hegemónicos por crear falsas
identidades, valorizar la diversidad, defender la riqueza y legitimidad
de todas las culturas así como su igualdad efectiva. Esta defensa de la
diversidad, si se quiere auténtica y coherente, debe desembocar, por lo
tanto, en medidas políticas, materiales y concretas, y no quedar en lo
simbólico: los derechos culturales contemplan para su efectiva garantía
una proactividad política, algo muy distinto al reconocimiento por medio
de acciones culturales, muy a menudo voluntaristas, en el mejor de los
casos, o que buscan congraciarse superficialmente con diversos sectores
sin contemplar medidas de consecuencias reales. Todo esto se debe
plasmar en medidas políticas tendentes a reconocer sus especificidades,
preservar su existencia y las concepciones de vida que contienen,
garantizar el derecho al acceso y participación en la vida cultural de
las comunidades en las que se constituyen. Pero siempre y cuando nos
mantengamos atentos a no generar o perpetuar hegemonías pensando que nos
dedicamos a lo contrario.
Hablar de la defensa de la
diversidad, sin más, sin realizar estas advertencias, no es garantía de
nada. Es una declaración de intenciones que suele quedar vacía, por
voluntarismo o por negocio. Propongo que no descuidemos, entonces, las
palabras, y vayamos un paso más allá de aplaudir alegre y
despreocupadamente lo diferente: interactuemos, hagamos dialogar las
culturas de igual a igual, y estemos atentos a no cometer injusticias
por desconocimiento del otro.
IGNACIO MOLANO nace en San
Sebastián, País Vasco. Es abogado y gestor cultural. Está preparando
Cuando hablan de cultura, un ensayo sobre políticas culturales.
Actualmente reside en Buenos Aires, colabora con la Fundación Cultura
Frontal, entre otras instituciones, y dicta cursos y seminarios sobre la
materia.
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